Pide por whatsapp

Atención L-V 9am a 7pm

La paradoja del cubrebocas

La humanidad está cambiando en muchos aspectos. La pandemia nos está dejando muchas enseñanzas y varias de ellas nos invitan a profundas reflexiones. En mi caso, como mujer nacida a principio de los años 60, influenciada por cánones, principios y valores, producto de una sociedad en extremo machista y una cultura totalmente patriarcal, nunca estuve exenta de sufrirlo, aun y cuando en forma decidida traté con toda mi fuerza y hasta con mis garras de evitarlo. Decantaron en mí las formas más “sutiles” de prácticas que, de tan finas, me fueron difíciles de identificar como rasgos de desigualdad.

Una de éstas fue los estándares de “belleza” a los que estamos condicionadas las mujeres hasta hoy en día, los cuales han propiciado el auge de una industria del consumo desmesurado de menjurjes para conservarnos cada vez más bellas y prolongar la lozanía, y a través de la cual se nos margina al mantenernos “supercuidadas”, como si fuésemos algo, una “cosa” que si se usa demasiado puede estropearse.

Al respecto, viene a mi memoria aquella ocasión en la escuela secundaria en la que, haciendo gala de mi carácter indómito, protesté y hasta exigí que me cambiaran del taller de mecanografía al que obligadamente me indicaron asistir, pues en esos tiempos sólo existían tres opciones a escoger para las “mujercitas”: cocina, costura o mecanografía, y ninguna de ellas era para mí, pues yo quería aprender “mecánica automotriz”.

Finalmente, y después de varios intentos para disuadirme, y ayudada tal vez por mis excelentes calificaciones y mi “beca”, llegué allí, feliz, debidamente vestida con mi “overol” y lista para llenarme de grasa en caso de ser necesario, pero para mi sorpresa, mi instructor, eso sí, de manera muy “suave y caballerosa”, jaló una silla y me sentó a su lado ese día y el resto del año. Sí, así, mirando de lejos a mis compañeros armar y desarmar un motor, para que yo “no me ensuciara”.

Estas exigencias de pulcritud y finura, no son nuevas, bastan sólo algunos ejemplos:

Las geishas:  En la cultura japonesa, estas mujeres eran vendidas en muchos casos desde su niñez a casas especializadas llamadas Shikomi. Ahí eran preparadas en artes tradicionales las cuales, casi siempre, incluían sexo. Sus servicios eran cotizados a tal grado que la venta de su virginidad (su graduación como Geishas) era todo un acontecimiento que incluso muy frecuentemente era sometido a subasta al mejor postor.

Las pinyin o pies de loto: Ésta fue otra practica muy popular en China. Era considerada muy atractiva para los hombres y consistía en vendar los pies de las niñas, generalmente de la clase alta (se consideraba un rasgo de distinción), para evitar su crecimiento. Esto los deformaba, incapacitándolas de manera muy severa.

En Mesoamérica, y más concretamente en nuestro país, desde tiempos inmemoriales y aun en la actualidad, la compraventa de primicias sexuales en adolescentes y a veces en niñas es práctica común y en algunas comunidades es incluso un producto de intercambio por parte de sus padres. En algunas localidades es común la poligamia, en tanto tengan recursos para costearla.

Con la participación de la mujer en el ámbito laboral, es común escuchar su reclamo frecuente sobre el acoso sexual. Es decir, la exigencia de permisiones sexuales a cambio de favores y privilegios laborales.

En conclusión, la la cosificación de la mujer ha permeado en todos los ordenes de manera sistemática, permanente y en algunas ocasiones sutil, pero igualmente lesiva, creando en nosotras pseudovalores y exigencias que van desde el uso cotidiano de un maquillaje minucioso, que consume gran parte de nuestro tiempo y nuestra economía, hasta la dependencia a una moda que cambia con cada estación y que, entre otras cosas, nos deja siempre con la sensación de nunca estar satisfechas con nosotras mismas, pues siempre anhelamos “lo mejor”, lo más nuevo, lo más caro; la fragancia de moda, las mejores cremas, la corsetería, los zapatos más chic, que paradójicamente en algunos casos nos hacen recordar a las pinyin Chinas…y qué decir del gran auge de la medicina estética que nos invita a cambiar pequeñas imperfecciones, que la mayoría de las veces no son más que el trazo natural que deja en la piel, nuestra historia de vida. En otros casos, y más tentador aún, resulta el transformar nuestro cuerpo sin la incomodidad de cambiar nuestros hábitos en el comer y beber en exceso.

Pues bien, el confinamiento al que nos ha obligado esta pandemia, nos ha permitido volver a reconciliarnos con nuestra esencia. Hemos podido vernos diariamente en el espejo, con la tranquilidad y la calma que nos da el no tener prisa y, así, realmente mirarnos tal y como somos: sin maquillaje. El poder sentir nuestro cuerpo y oler la sutil fragancia de la limpieza y así sentirnos plenas.  Vestidas en ropa cómoda y sencilla que nos permite movernos y expresarnos en libertad total. Sin pretensiones ni exigencia, sólo para sentirnos, sí, sentirnos bien.

Y cuando al fin salimos a la calle, lo hacemos con la cara cubierta. Pareciera que la vanidad se esfuma frente al anonimato. Con el cubrebocas puesto, todas somos iguales. Ya no hay que competir por nada. Pareciera que el cubrebocas nos libera de la pesada carga de la belleza pues, al cubrimos el rostro, parece que milagrosamente nos descubrimos el alma.

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn
Share on whatsapp
WhatsApp

Deja un comentario